La foto es buena. Muy buena. Demasiado. Es de suponer que su autor, Darko Bandic, de AP Photo, no dudó en apretar el disparador con una mezcla de emoción y angustia al captar ese juego de colores maravilloso esloveno entre el que deambulan personas que a lo lejos parecen hormigas, aunque con una diferencia determinante. No trabajan, sino huyen, malviven y sobreviven.
La foto es buena. Muy buena. Demasiado. Es de suponer que su autor, Darko Bandic, de AP Photo, no dudó en apretar el disparador con una mezcla de emoción y angustia al captar ese juego de colores maravilloso esloveno entre el que deambulan personas que a lo lejos parecen hormigas, aunque con una diferencia determinante. No trabajan, sino huyen, malviven y sobreviven.
Por desgracia esa fotografía recuerda a muchas otras tomadas en otro tiempo y en blanco y negro. Entonces no éramos capaces de captar las múltiples variedades del tono verdoso del campo, ajeno a cualquier calamidad humana. Sólo entonces podíamos captar la desesperanza en el ojo ajeno. La pasividad de los observadores, o la impotencia, es la misma en los años cuarenta y ahora. Es la Europa de Apple. La Europa de la sanidad y educación para todos. La Europa de (también) la miseria.
En poco más de un mes, han atravesado los Balcanes más de 250.000 almas perdidas que huyen de la guerra hacia una Europa que les promete 100.000 plazas más. Hasta 9.000 refugiados cruzaron el país este mismo lunes. Eslovenia responde con más agentes de seguridad, con tanques y con una llamada de socorro a la Unión Europea que según su primer ministro está a punto de romperse.
La realidad es distinta a la declaración. Porque de las 100.000 plazas Europa sólo ha ofrecido poco más de 850. Porque Croacia y Hungría han cerrado sus fronteras sin importar que miles de personas duerman en barro. La realidad es que sólo 86 refugiados han sido recolocados, la mayoría en Suecia y Finlandia. La Comisión dice que no es tan fácil. Puede que no lo sea. La pasividad sí lo es.
Son personas. No animales. Que guardan sus recuerdos no ya en una maleta, sino en su teléfono móvil, el que aún lo tenga y pueda encender. Las fotos de su casa destruida, de sus seres queridos, de su antigua vida.